San Bruno. Carta a Raúl

CARTA A RAÚL, LLAMADO EL VERDE

Al venerable señor Raúl, deán del Cabildo de Reims, digno del más sincero afecto, envía Bruno un cordial saludo.
La fidelidad a una vieja y probada amistad es por tu parte tanto más admirable y digna de encomio, cuanto que rara vez se encuentra entre los hombres. Ni el tiempo, ni las distancias, que tan alejados han mantenido nuestros cuerpos, han sido capaces de arrancar de tu ánimo el afecto hacia tu amigo. De ello me has dado suficientes pruebas, no sólo en tus encantadoras cartas, llenas de tan gratas muestras de amistad, sino también en los abundantes favores que me has prestado a mí personalmente o a fr. Bernardo por mi causa, y en otros muchos detalles. Reciba por ello tu bondad nuestro agradecimiento, que si no iguala tus méritos, nace al menos de la fuente pura del amor.

Hace algún tiempo te enviamos una carta con un peregrino que se había mostrado bastante fiel en otros mensajes; pero como no le hemos vuelto a ver desde entonces, nos ha parecido mejor ahora enviarte a uno de los nuestros que, de palabra y con todo detalle como no podríamos hacerlo por escrito, te explique la vida que aquí llevamos.

Te comunico en primer lugar, creyendo que no dejará de agradarte, que en lo tocante a la salud del cuerpo y en los negocios temporales todo va a la medida de mis deseos. ¡Ojalá ocurriera lo mismo en los asuntos del alma! Espero, sin embargo, y pido al Señor, que su mano misericordiosa sane mis flaquezas interiores y colme mi anhelo con sus bienes.

Vivo en un desierto de Calabria, bastante alejado por todas partes de todo poblado. Y conmigo viven otros hermanos religiosos, muy eruditos algunos, que, como centinelas divinos, esperan la llegada del Señor, para abrirle apenas llame. ¿Cómo describirte dignamente la amenidad del lugar, lo templado y sano de sus aires, sus anchas y graciosas llanuras, que se extienden a lo largo entre los montes, con verdes praderas y floridos pastos? ¿O la vista de las colinas que se elevan en suaves pendientes por todas partes, y el retiro de los umbrosos valles con su encantadora abundancia de ríos, arroyos y fuentes? Tampoco faltan huertos de regadío, ni árboles de abundantes y variados frutos.

Mas ¿para qué detenerme tanto en estos temas? Otros son los deleites del varón sabio, más gratos y útiles, por ser divinos. Sin embargo, estas vistas sirven frecuentemente de solaz y respiro a nuestro frágil espíritu, cuando está fatigado por una dura disciplina y la continua aplicación a las cosas espirituales. El arco siempre armado, o flojo o quebrado.

Cuánta utilidad y gozo traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, sólo lo conocen quienes lo han experimentado.
Aquí pueden los hombres esforzados recogerse en su interior cuanto quieran, morar consigo, cultivar sin cesar los gérmenes de las virtudes y alimentarse felizmente de los frutos del paraíso. Aquí se adquiere aquel ojo limpio, cuya serena mirada hiere de amores al Esposo, y cuya limpieza y puridad permite ver a Dios. Aquí se vive un ocio activo, se reposa en una sosegada actividad. Aquí concede Dios a sus atletas, por el esfuerzo del combate, la ansiada recompensa: la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu Santo.

Ésta es aquella Raquel, de hermoso aspecto, más amada de Jacob, aunque menos prolífera que Lía, más fecunda pero legañosa. En efecto, los hijos de la contemplación son menos numerosos que los de la acción, pero José y Benjamín son más queridos de su padre que los otros hermanos. Ésta es aquella mejor parte que eligió María y nunca le será quitada.

Es también aquella bellísima Sunamita, única doncella hallada digna en todo Israel de mimar y dar calor a David ya anciano. ¡Ojalá, hermano carísimo, la amases tú por encima de todo y al calor de sus abrazos te inflamases en el amor divino! Cuya llama, si una vez prendiera en tu alma, pronto te haría despreciar la gloria del mundo con toda su halagadora y falsa seducción. No sentirás ninguna dificultad en abandonar las riquezas, fuente de preocupaciones y pesada carga para el alma, sino que más bien experimentarías verdadero fastidio por los placeres, tan nocivos al cuerpo como al alma.

Harto conocida es para tu prudencia esta frase: «Quien ama al mundo y a las cosas mundanas -placeres de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición- no está poseído del amor del Padre». Y esta otra: «El que quiere ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios». ¿Puede haber mayor inquinidad, mayor insensatez y locura, cosa más perniciosa y desgraciada que el pretender crearse enemistades con Aquel cuyo poder es irresistible y cuya justa venganza nadie puede evitar? ¿Es que somos más fuertes que él? ¿Podemos creer que su paciencia, tan misericordiosa, que ahora nos invita a la penitencia, no castigará finalmente cualquier injurioso desprecio nuestro? ¿Qué mayor perversidad, en efecto, qué más contrario a la razón, a la justicia y a la propia naturaleza, que amar más a la criatura que al Creador, correr tras lo perecedero olvidando lo eterno y anteponer los bienes terrenos a los celestiales?

¿Qué piensas hacer, carísimo? ¿Qué otra salida te queda sino seguir los consejos divinos y creer a la Verdad que nunca engaña? Pues bien, ella nos da este consejo: «Venid a mí todos los que sufrís y estáis cargados, que yo os aliviaré». ¿Y no es un sufrimiento molesto e inútil verse atormentado por la concupiscencia y afligido sin cesar por preocupaciones, ansiedades, temores y dolores, originados por tales deseos? ¿Y qué carga tan pesada como la que despeña al alma de la alta torre de su dignidad para hundirla en la sima de la mayor bajeza, contra toda justicia? Huye, pues, hermano mío, de tales molestias y miserias, y sal del tempestuoso mar de este mundo para entrar en el reposo tranquilo y seguro del puerto.

Conocida es también para tu prudencia la frase de la misma Sabiduría: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo». ¡Quién no ve cuán hermoso y útil, e incluso cuán agradable es asistir a su escuela bajo la dirección del Espíritu Santo, para aprender la divina filosofía, única fuente de verdadera dicha?

Merece, pues, la pena que tu prudencia medite y pese atentamente estas razones. Y si no te basta la invitación del amor divino, si no te mueve la utilidad de tan grandes premios, te debe impulsar al menos el temor de sus inevitables castigos.

Ya sabes con qué promesa estás ligado y a quién. Es todopoderoso y terrible el Señor al cual te has ofrecido a ti mismo en voto, como ofrenda grata y aceptable. No puedes faltarle a la palabra, ni te conviene, pues no permite que se burle nadie de él impunemente.

¿Te acuerdas, amigo mío, del día en que nos encontrábamos tú y yo con Fulcuyo el Tuerto en el jardincillo contiguo a la casa de Adam, donde entonces me hospedaba? Hablábamos, según creo, un buen rato de los falsos atractivos del mundo, de sus riquezas perecederas y de los goces de la vida eterna. Entonces, ardiendo en amor divino, prometimos, hicimos voto y decidimos abandonar en breve las sombras fugaces del siglo para captar los bienes eternos, y recibir el hábito monástico. Y lo hubiéramos llevado a efecto en seguida si Fulcuyo no hubiera partido a Roma, para cuya vuelta aplazamos el cumplimiento de nuestras promesas. Como él tardó y se mezclaron otros asuntos, nuestros ánimos se resfriaron y se desvaneció nuestro fervor.

¿Qué te queda por hacer, carísimo, sino librarte cuento antes de tan gran deuda para no incurrir en las iras del Todopoderoso y en los tormentos eternos, por haber faltado tanto tiempo a tan graves promesas? ¿Qué soberano dejaría impune a uno de sus súbditos que le defraudara en un servicio prometido, sobre todo tratándose de algo para él muy estimado y de gran precio? Así, pues, cree no sólo a mis palabras, sino a las del profeta, mejor dicho, a las del Espíritu Santo, que te dicen: «Haced votos al Señor vuestro Dios, y cumplidlos fielmente, todos cuantos estáis a su alrededor y le presentáis ofrendas; al Dios terrible, que quita el aliento a los príncipes y también es terrible con los reyes de la tierra». Oyes la voz del Señor, la voz de tu Dios, la voz del terrible que quita el aliento a los príncipes y también es terrible con los reyes de la tierra. ¿Por qué inculca tanto el Espíritu de Dios todo esto, sino para urgirte vivamente a cumplir las promesas de tu voto? ¿Por qué te retrasas en pagar una deuda, que no te ocasiona ninguna pérdida ni disminución de tus bienes, sino que te procura a ti mayores ganancias que a aquel a quien haces el pago?

No te detengan, pues, las falaces riquezas, que no pueden remediar tu indigencia, ni tampoco la dignidad de tu deanato, que no puede ejercitarse sin gran peligro para tu alma. Porque, permíteme que te lo diga, sería una acción tan odiosa como injusta convertir en tu propio uso bienes ajenos de los que eres simple administrador, no propietario. Y si el deseo de brillo y gloria te lleva a mantener muchos criados, ¿no te verás obligado a robar de algún modo a unos lo que repartas a otros, por no bastarte tus bienes legítimos? No es esto ser bienhechor y liberal, pues no hay liberalidad si no se respeta la justicia.

Quisiera además persuadirte, amigo mío, que no debes desoír el llamamiento de la caridad divina poniendo por excusa el servicio que prestas al señor arzobispo, que tanto confía y se apoya en tus consejos. No siempre es fácil dar consejos útiles y justos. La caridad divina, en cambio, es tanto más útil cuanto más justa. Porque, ¿qué hay tan justo y tan útil, qué hay tan innato y conforme con la naturaleza humana como amar el bien? ¿Y qué mayor bien que Dios? Más aún, existe algún otro bien fuera de Dios? Así, pues, el alma santa con alguna experiencia del atractivo, esplendor y hermosura incomparable de tal bien, arde en la llama del amor y exclama: «Siento sed del Dios fuerte y vivo, ¿cuándo iré a ver el rostro del Señor?».

¡Ojalá, hermano, no eches en saco roto los avisos de un amigo, ni prestes oídos sordos a las palabras del Espíritu Santo! ¡Ojalá, carísimo, respondas a mis deseos y a mi larga espera, para que mi alma no sufra por más tiempo inquietudes, temores y ansiedades por causa tuya! Pues si ocurriera -Dios no lo permita- que partieras de esta vida sin pagar la deuda de tu voto, me dejarías sumido en la más profunda tristeza, sin ninguna esperanza de consuelo.

Por ello, te ruego encarecidamente que, al menos por devoción, te dignes venir como peregrino a San Nicolás y luego te des una vuelta por aquí para visitar a quien te aprecia como nadie. Podremos charlar juntos del estado de nuestras cosas, de nuestro modo de vida religiosa y de otros asuntos de común interés. Confío en el Señor que no te pesará el haber cargado con las molestias de tan largo viaje.

He sobrepasado los límites de una carta ordinaria: no pudiendo gozar de tu presencia, he querido permanecer conversando más largo rato contigo por escrito.

Te deseo sinceramente, hermano, que goces de buena salud por muchos años y que no olvides mi consejo.

Agradeceré me envíes la Vida de San Remigio, que no se encuentra aquí por ninguna parte.

A Dios.